Es habitual que la
etapa universitaria marque el momento en que muchos jóvenes dejan el hogar familiar, especialmente si cursan sus estudios en otra ciudad. En otros casos, ese día llega más tarde, cuando deciden
independizarse. Al proceso emocional que experimentan los padres ante la marcha de sus hijos se le denomina
Síndrome del nido vacío, del que
Úrsula Perona, psicóloga y divulgadora, nos habla aquí.
Un proceso continuo de transformación
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Desde el día que nace, un hijo pasa a tomar el primer plano | Fuente: Canva[/caption]
La vida cambia profundamente cuando nos convertimos en madres o padres por primera vez. Desde ese instante
asumimos un rol totalmente nuevo. Con amor y flexibilidad, con más o menos dificultad, nos adaptamos a los retos de la crianza. La llegada de un hijo implica un abandono del egocentrismo, y
pasa a ocupar un lugar central en nuestras vidas.
Ahora cambian las prioridades, y
prevalecen sus necesidades frente a las nuestras. La crianza y la educación de los hijos
es una tarea exigente y que requiere mucho tiempo y dedicación. Nuestros deseos pasan inevitablemente a un segundo plano, sobre todo durante los primeros años.
En este cambio de papeles, abandonamos muchas de nuestras aficiones y proyectos individuales. Las relaciones sociales que manteníamos hasta entonces también se resienten, así como la de pareja. La carrera profesional, especialmente en el caso de las mujeres, sufre un parón, se ralentiza, o incluso se abandona en algunos casos.
Es así como
nuestra vida gira en torno a pañales, noches sin dormir, citas médicas y salidas al parque. Y, casi sin notarlo, pasan 18 años. Entonces nos vemos acompañando a nuestro hijo a la residencia universitaria con la maleta en la mano. Y volvemos a una casa más vacía, y a
unas emociones encontradas y cambiantes a las que podemos llamar Síndrome del nido vacío.
¿Qué ocurre cuando el nido se queda vacío?
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Es lógico que al principio tengamos un sentimiento de melancolía | Fuente: Canva[/caption]
Es normal que aparezcan sentimientos de
tristeza, soledad, nostalgia e incertidumbre. Se trata de una separación emocional de uno de los vínculos más intensos de nuestra vida. Nuestro hijo, centro de tantos desvelos y cuidados, emprende su camino adulto y nos deja un hueco difícil de llenar.
Además, puede que, de repente, tengamos mucho más tiempo libre, nos sobren horas, y aparezcan
la soledad y el aburrimiento. La relación de pareja también se transforma: sin la presencia de los hijos, quizá reaparezcan asuntos no resueltos o aplazados, o se hacen más visibles ciertos conflictos.
La otra cara de la moneda
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Ahora comienza una etapa en la que te puedes dedicar a ti | Fuente: Canva[/caption]
Como cualquier proceso de transición, trae consigo un revoltijo de emociones encontradas, un
período de ajuste por el que debemos transitar. Todo fin de ciclo implica cambio, y muchas veces también crisis, entendida como un proceso necesario para pasar a la siguiente fase. Es esencial concederse tiempo para adaptarse, mirar primero hacia dentro y después hacia el futuro desde una nueva perspectiva.
Sí, porque si somos capaces de darle la vuelta a la moneda, veremos en seguida que tiene otra cara: ¿y si aprovechamos para que renazca esa parte de nosotros que había quedado en pausa?
Recuperar aficiones, tiempo en pareja, vínculos con amistades o incluso nuevos proyectos personales será todo un aliciente. Y hará que crezca en nuestro interior un sentimiento de
liberación, alegría e ilusión.
Así que ha llegado el momento de preguntarnos qué queremos ahora, cuáles son nuestras metas y cómo podemos construir un nuevo proyecto vital. Démonos la
oportunidad de enfocar la nueva situación con optimismo y adaptémonos con flexibilidad, en este caso, a la independencia del hijo.