En los últimos años, gracias a las aportaciones de la neurociencia y la
neuroeducación, somos cada vez más conscientes de la importancia que tiene la educación emocional desde la primera infancia, pues se ha podido comprobar que constituye
un pilar fundamental en el desarrollo de los niños.
Desde que nacen, están expuestos a un mundo lleno de sensaciones y emociones. Como madres, padres y docentes, nuestro papel no solo es
acompañarlos en este proceso, sino también
guiarlos y modelar estrategias saludables para reconocer, comprender y gestionar lo que sienten. Esta tarea requiere un cambio de paradigma, pues "no podemos educar como nos educaron, ya que el mundo para el que nos educaron ya no existe".
Una gran oportunidad
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Debemos guiarlos y ofrecerles recursos de respuesta | Fuente: Canva[/caption]
Este es, precisamente,
uno de los principales desafíos de integrarla en la escuela y en la familia: que nosotros, los adultos, crecimos sin una educación emocional formal. Aprendimos a gestionar lo que sentíamos observando a los adultos que nos rodeaban, quienes también actuaron desde las herramientas que tenían a su alcance. Este enfoque, aunque bienintencionado, a menudo perpetuó patrones poco efectivos, reprimiendo, invalidando o menospreciando los sentimientos.
Hoy tenemos la oportunidad de romper con esos esquemas y educar desde la intención y la conciencia emocional.
Desde el momento en que nacen, los niños están inmersos en
un universo de emociones que aún no saben identificar ni gestionar. El llanto, la risa y los gestos son sus primeras formas de expresión. A medida que crecen, comienzan a experimentar otras más complejas, pero carecen de herramientas para manejarlas. Es aquí donde el papel del adulto es crucial: acompañar, guiar y modelar cómo abordarlas de manera saludable.
Este acompañamiento no consiste en eliminar los momentos difíciles, sino en
ofrecer a los niños un entorno seguro donde puedan expresar lo que sienten sin miedo a ser juzgados.
Primero nosotros para ser un ejemplo
El primer paso como adultos es
desarrollar nuestra propia conciencia emocional. Esto implica reconocer cómo nos sentimos, saber cómo regular esas sensaciones y comunicarlas de manera efectiva. Los niños aprenden observando; por ello, la forma en que reaccionamos ante el estrés, resolvemos conflictos o manifestamos nuestra alegría
será el ejemplo que ellos seguirán.
Cambiar patrones adquiridos puede ser todo un desafío, pero también algo muy liberador. Educar desde la conciencia emocional no implica perfección, sino intención y apertura al aprendizaje continuo.
¿Cómo empezamos?
Algunas
estrategias prácticas con las que podemos comenzar a educar en este sentido, tanto las familias como los docentes, son:
1. Nombrarlas
Ayuda a los niños a
identificar lo que sienten. Por ejemplo: "Veo que estás frustrado porque no puedes encajar las piezas del rompecabezas". Poner nombre a las emociones les da herramientas para comprenderse mejor.
2. Validarlas
Todas las emociones son válidas. En lugar de frases como "no llores" o "No pasa nada", se puede decir: "entiendo que te sientas así. Te has caído y duele, ¿quieres que te abrace?".
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Es fundamental validar sus emociones para que luego puedan gestionarlas | Fuente: Canva[/caption]
3. Modelar estrategias de regulación
Mostrar cómo respiramos profundamente, reflexionamos antes de actuar o pedimos ayuda enseña a los niños cómo gestionar sus propias emociones.
4. Crear espacios seguros
Fomentar entornos donde los niños puedan expresarse
sin temor a ser juzgados o castigados fortalece los vínculos y la confianza.
5. Incorporar herramientas lúdicas
Juegos de roles, cuentos sobre esta temática como
Chispas descubre las emociones o tarjetas con expresiones faciales son recursos efectivos y divertidos para enseñarles aspectos importantes sobre ellas.
Beneficios de la educación emocional desde la primera infancia
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Adquirir competencias emocionales desde pequeños tiene muchas ventajas | Fuente: Canva[/caption]
La educación emocional desde la primera infancia no solo contribuye al bienestar presente de los niños, sino que también construye
las bases para un futuro. Quienes desarrollan competencias emocionales son capaces de adaptarse mejor a las adversidades y enfrentarse a los retos con mayor confianza y una actitud positiva.
Estas habilidades también fomentan
la empatía y la capacidad de comunicarse de manera asertiva, lo que a su vez fortalece las relaciones interpersonales y crea
vínculos sanos y respetuosos. Por otro lado, contar con herramientas para expresar y regular sus emociones disminuye la propensión a comportamientos inapropiados.
Como
madres, padres y docentes, tenemos una oportunidad única:
ser agentes de cambio en la forma en que educamos. Este camino no requiere perfección;
el cambio no es sencillo, implica cometer errores, cuestionar nuestras prácticas y, sobre todo, aprender en el camino. Hablar desde la calma no siempre es posible. Habremos de hacer frente a momentos en los que el cansancio, el estrés o la frustración nos hagan reaccionar de modos que no deseamos.
Pero aquí radica el aprendizaje: reconocer esos errores, repararlos y seguir adelante con la intención de hacerlo mejor.
Porque, al final, educar emocionalmente no es solo un regalo para los niños, también lo es para nosotros mismos y para el mundo que compartimos.